La debilidad del derecho internacional nos acerca a escenarios intervencionistas.

 

La palabra “soberanía” ha sido objeto de estudio por largo tiempo. Los filósofos rápidamente descubrieron que es un concepto ideal que se utiliza para legitimar el sometimiento de unos sobre otros. Juan Jacobo Russeau, por ejemplo, pensaba que “como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo que es suyo. Este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía”.

 

Ahora bien, en los últimos años no ha sido extraño que el concepto duro de soberanía sea perforado por la realidad: los mercados financieros han nacido sin ningún tipo de respeto a ella; el internet y los nuevos medios de comunicación han irrumpido en la cultura de cada pueblo del mundo; y nuevos desafíos globales que no pueden ser resueltos por las naciones en lo individual, parecen dejar a la soberanía bastante maltrecha. La expansión internacional del crimen organizado, no es la excepción en este rubro.

 

Este complejo escenario nos obliga no sólo a madurar la idea de soberanía en nuestras sociedades, sino a reconocer la necesidad de que exista un marco normativo internacional que permita proteger sus fundamentos, que no pueden ser otros que los asociados a la dignidad de cada persona humana y su constitutiva dimensión relacional. Esto quiere decir que la noción de soberanía necesita ser protegida por un ordenamiento jurídico internacional robusto que vele, principalmente, por el bien común global, y por su enraizamiento en los derechos de todos los seres humanos, por igual.

 

A la luz de esto, es posible descubrir que para un Estado mantener una postura “soberanista” y simultáneamente abierta a la posibilidad de realizar una intervención militar unilateral en otro Estado, en nombre de su propia seguridad, es una contradicción monumental. Sólo se fortalece la soberanía de un pueblo cuando se respeta y se promueve, multilateralmente, un “derecho de gentes”, es decir, un conjunto de principios elementales que permitan proteger bienes humanos básicos para la propia nación y para la convivencia internacional, en simultáneo.

Mientras exista un débil “derecho de gentes”, es decir, un Derecho Internacional sin poder coercitivo, sobre todo para casos-límite, y una escasa cultura favorable a los acuerdos multilaterales, la soberanía de todas las naciones está en riesgo, y la “ley del más fuerte” tenderá a sustituir al verdadero Derecho, a la verdadera justicia, al verdadero respeto entre las personas y entre los Estados.

 

El Papa Francisco, en su Encíclica Fratelli tutti, decía a este respecto: “se debe sostener «la exigencia de mantener los acuerdos suscritos —pacta sunt servanda—», de manera que se evite «la tentación de apelar al derecho de la fuerza más que a la fuerza del derecho». Esto requiere fortalecer «los instrumentos normativos para la solución pacífica de las controversias de modo que se refuercen su alcance y su obligatoriedad». Entre estos instrumentos normativos, deben ser favorecidos los acuerdos multilaterales entre los Estados, porque garantizan mejor que los acuerdos bilaterales el cuidado de un bien común realmente universal y la protección de los Estados más débiles”. (FT, n. 174).

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SIRVIENDO A LA SOCIEDAD

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