Un niño en un pesebre interroga al ateísmo y a la increencia en tiempos de desconcierto. No es fácil ser ateo y convivir con la Navidad. El ateísmo exige seriedad: Dios no existe y más vale ser consecuentes. Sin embargo, la experiencia de no depender de un Ser Creador, propia del ateo, con cierta facilidad deviene en la aparición de una nueva divinidad subterránea. Nada más absoluto que negar la posibilidad de un Absoluto. Parte del pensamiento de Federico Nietzsche parece fluir en esta dirección. El cristianismo nace como insurrección de los desposeídos. Sin embargo, nos iguala a todos por lo bajo. Nietzsche buscará superar ese patético escenario de debilidad, a través de la idea del “Superhombre”, lleno de vitalidad, detentador de voluntad de poder, y de profundo desprecio hacia un Dios que terminó fracasando en la cruz. Más interesante es el filósofo mexicano Guillermo Hurtado. Experto en el pensamiento de Bertrand Russell, publicó en el año 2016 un pequeño librito: “Dialéctica del naufragio”. A través de sus páginas, Hurtado hace revisión no sólo del problema sobre el sentido de la vida, sino de la forma como su propio ateísmo entró en crisis. En efecto, un filósofo bien educado, con toda la racionalidad de sus estudios a cuestas, en un cierto momento de la vida, comienza a advertir una grieta: a Dios no se le ve por ningún lado. Sin embargo, tal vez los primeros seres humanos no fueron expulsados del Paraíso por parte de Dios, sino que Él fue quién se alejó de sus vidas y del mundo. Si esto es así, se explica que no veamos al Creador, y nuestra situación es mucho peor que la del ateo: no estamos solos, pero sí abandonados. Gracias a la ausencia de Dios, la humanidad vive extraviada, y simultáneamente, anhelante. Jean-Paul Sartre, ateo declarado, al encontrarse en una circunstancia-límite parece arriesgarse a entrever algo más. El filósofo francés, capturado por los nazis en 1940, trata de consolar a sus compañeros de prisión, escribiendo una obra de teatro sobre la Navidad: “Bariona: el hijo del Trueno”. Aquel año terrible, justo en el mes de diciembre, el propio Sartre participa en la puesta en escena e interpretra el papel de un rey mago, que dice: “es cierto que somos muy viejos y muy sabios y conocemos todo el mal de la tierra. Por consiguiente, cuando vimos esta estrella en el cielo, nuestros corazones sintieron el mismo gozo de los niños (…) y nos pusimos en camino, pues queríamos cumplir nuestro deber de hombres que tienen esperanza. Quien pierde la esperanza (…) será expulsado de su poblado (…). Pero a quien la tiene, todo le sonríe y el mundo se le da como un regalo”. En efecto, existen momentos en que la maldad se impone, abruma y aplasta. Sartre, al menos durante aquella oscura Navidad, roza con su mente, y tal vez con su corazón, el horizonte de la Esperanza. Sartre no proclama el “optimismo”, no proclama la utopía. Habla de la Esperanza que brota de una presencia que irrumpe, y que abre un nuevo horizonte para el dolor y para la injusticia. En otras palabras, el absurdo, del que tanto meditó Albert Camus, encuentra una incisiva objeción. Una presencia insólita y escandalosa aparece como una tenue luz en medio de la niebla: un pequeño niño marginal nace en Belén. A través de ese niñito, una enorme hipótesis se introduce dentro de la Historia: el Todo está en el fragmento. En la mayor fragilidad habita el secreto de que el mal no tendrá la última palabra.
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No 540 No. 540
SIRVIENDO A LA SOCIEDAD

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Un niño en un pesebre interroga al ateísmo y a la increencia en tiempos de desconcierto. No es fácil ser ateo y convivir con la Navidad. El ateísmo exige seriedad: Dios no existe y más vale ser consecuentes. Sin embargo, la experiencia de no depender de un Ser Creador, propia del ateo, con cierta facilidad deviene en la aparición de una nueva divinidad subterránea. Nada más absoluto que negar la posibilidad de un Absoluto. Parte del pensamiento de Federico Nietzsche parece fluir en esta dirección. El cristianismo nace como insurrección de los desposeídos. Sin embargo, nos iguala a todos por lo bajo. Nietzsche buscará superar ese patético escenario de debilidad, a través de la idea del “Superhombre”, lleno de vitalidad, detentador de voluntad de poder, y de profundo desprecio hacia un Dios que terminó fracasando en la cruz. Más interesante es el filósofo mexicano Guillermo Hurtado. Experto en el pensamiento de Bertrand Russell, publicó en el año 2016 un pequeño librito: “Dialéctica del naufragio”. A través de sus páginas, Hurtado hace revisión no sólo del problema sobre el sentido de la vida, sino de la forma como su propio ateísmo entró en crisis. En efecto, un filósofo bien educado, con toda la racionalidad de sus estudios a cuestas, en un cierto momento de la vida, comienza a advertir una grieta: a Dios no se le ve por ningún lado. Sin embargo, tal vez los primeros seres humanos no fueron expulsados del Paraíso por parte de Dios, sino que Él fue quién se alejó de sus vidas y del mundo. Si esto es así, se explica que no veamos al Creador, y nuestra situación es mucho peor que la del ateo: no estamos solos, pero sí abandonados. Gracias a la ausencia de Dios, la humanidad vive extraviada, y simultáneamente, anhelante. Jean-Paul Sartre, ateo declarado, al encontrarse en una circunstancia-límite parece arriesgarse a entrever algo más. El filósofo francés, capturado por los nazis en 1940, trata de consolar a sus compañeros de prisión, escribiendo una obra de teatro sobre la Navidad: “Bariona: el hijo del Trueno”. Aquel año terrible, justo en el mes de diciembre, el propio Sartre participa en la puesta en escena e interpretra el papel de un rey mago, que dice: “es cierto que somos muy viejos y muy sabios y conocemos todo el mal de la tierra. Por consiguiente, cuando vimos esta estrella en el cielo, nuestros corazones sintieron el mismo gozo de los niños (…) y nos pusimos en camino, pues queríamos cumplir nuestro deber de hombres que tienen esperanza. Quien pierde la esperanza (…) será expulsado de su poblado (…). Pero a quien la tiene, todo le sonríe y el mundo se le da como un regalo”. En efecto, existen momentos en que la maldad se impone, abruma y aplasta. Sartre, al menos durante aquella oscura Navidad, roza con su mente, y tal vez con su corazón, el horizonte de la Esperanza. Sartre no proclama el “optimismo”, no proclama la utopía. Habla de la Esperanza que brota de una presencia que irrumpe, y que abre un nuevo horizonte para el dolor y para la injusticia. En otras palabras, el absurdo, del que tanto meditó Albert Camus, encuentra una incisiva objeción. Una presencia insólita y escandalosa aparece como una tenue luz en medio de la niebla: un pequeño niño marginal nace en Belén. A través de ese niñito, una enorme hipótesis se introduce dentro de la Historia: el Todo está en el fragmento. En la mayor fragilidad habita el secreto de que el mal no tendrá la última palabra.
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