Por: Carlos Marín-Blázquez

Perder la vergüenza

Hay una vergüenza que nos paraliza como personas y nos impide la realización de nuestras mejores capacidades, y aprender a sobreponernos a ella es una tarea a la que debemos aplicarnos desde el momento en que adquirimos conciencia de los perjuicios que nos ocasiona. A un niño vergonzoso, si tiene la suerte de contar a su alrededor con adultos que se preocupen con él, pronto se le animará a que abandone su retraimiento. Parapetarse tras un muro de silencio por miedo al hipotético juicio adverso de los demás puede parecer una actitud de legítima defensa, pero a menos que se trate de una anomalía patológica, el deber de quienes tienen a su cargo la educación de un niño bloqueado por la timidez es trabajar en la modificación paulatina de ese rasgo de su carácter.

 

Perder la vergüenza significa, en este caso concreto, perder el miedo a enfrentarse al mundo. Hay quien nace con esa predisposición y hay quien necesita afianzarla. En cualquiera de los dos supuestos, se trata de un proceso al cabo del cual el desenlace lógico es el aumento de la confianza en uno mismo.

 

Pero luego hay una clase de vergüenza que ningunos padres sensatos querrían que sus hijos perdieran nunca. Es una vergüenza que nos sobreviene, ya en la primera infancia, cuando somos sorprendidos en la perpetración de un acto que contradice los principios morales en los que nos han educado. Esa vergüenza es el síntoma de que en nuestro interior pervive una cierta estructura ética. Desde el punto de vista de una psicología básica, sentirnos avergonzados ante los demás, incluso ante nosotros mismos, por haber cometido un acto que sabemos reprobable, constituye un dato a todas luces esperanzador, pues no existiría margen para la rectificación sin el aguijonazo previo de ese malestar de la conciencia.

 

De modo que sentir vergüenza ante determinados comportamientos es un indicio inequívoco de salud moral. Si una nación aspira a sobrevivir debe incorporar, tanto por la vía de las creencias religiosas como de los estándares cívicos, un código de restricciones que sirva de freno a la habitual desmesura a la que, por su misma naturaleza, propenden los apetitos humanos. No se trata sólo de que las leyes castiguen los delitos. Se trata de que, como les ocurre a los niños que han recibido una buena educación, el individuo que incurre en un acto ilícito experimente, a partir del instante en que lo que estaba oculto sale a la luz, un sentimiento de bochorno que le empuje a pedir perdón y a asumir como justa la sanción que le corresponda.

 

La catarata de escándalos en que vivimos sumergidos desde hace unos años en España está sirviendo para evidenciar el grado de podredumbre al que ha llegado un sector muy amplio de nuestra sociedad. No es un dato sociológico más. Alcanza no sólo a la trama de sujetos que han delinquido y al aparato político que lo ha hecho posible, sino que concierne muy directamente a todo el sistema mediático y propagandístico que ampara o esconde la corrupción así como a la masa de votantes que la sustenta.

 

Esta pérdida del sentido de la vergüenza, esta desinhibición absoluta incluso ante la cutrez de los comportamientos personales más obscenos, apunta a una quiebra civilizatoria. En su lento declive por el plano inclinado de la historia, llega un punto en que a las sociedades les resulta imposible revertir su decadencia. No podemos descartar que hayamos entrado en esa fase. Cuando las costumbres decaen; cuando los símbolos sobre los que pervive el sentido de pertenencia a la comunidad se abandonan; cuando del cumplimiento de las leyes están exentos quienes nos las imponen; cuando la interpretación de los hechos se retuerce por sistema y el poder usa las palabras sólo para mentir y manipular; cuando ese mismo poder azuza el resentimiento y la ideología sirve de coartada para disculpar el delito, entonces la sociedad está rota por dentro y sólo cabe esperar, en un futuro más o menos cercano, una conquista desde fuera y una regresión a la barbarie.

 

Es entonces más necesario que nunca recuperar la vergüenza, insistir en el restablecimiento de la «civitas». En pocas palabras, rehabilitar la tendencia espontánea a respetarnos unos a otros y recobrar el depósito indispensable de decencia que, a través de cada uno de nuestros pequeños actos cotidianos, nos empuja a honrar la «ciudad» de la que somos miembros y a la que tanto le debemos.

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SIRVIENDO A LA SOCIEDAD

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